Noticias sobre Vida y Familia

miércoles, 23 de mayo de 2012

Vivir el Silencio

Para el hombre hodierno, acostumbrado al cambio acelerado, a la idolatría de la novedad, a la superficialidad y la evasión como forma usual de vida, a vivir envuelto por todo tipo de seducciones, ilusiones y engaños, poco tiempo le queda para entrar en sí mismo. El ruido y bullicio de la vida moderna ya no es solamente una característica exterior de la sociedad contemporánea sino que también han penetrado el interior del propio hombre. Ya no hay lugar para el recogimiento y la vida interior, pues el fragor y la dispersión de la rutina cotidiana van acaparando cada vez más los pocos espacios que aún le quedan al ser humano.
Parecería como si los hombres y mujeres de nuestro siglo tuviéramos un terrible horror al silencio, un secreto pavor a descubrirnos carentes de la seguridad que nos proporciona la agitación y la bulla de la vida moderna. De ahí que, muchas veces, el silencio sea visto como una especie de amenaza para la persona.
Se hace necesario pues, recuperar una dimensión tan importante para la realización plena del ser humano como es el silencio. 

LA ESCUELA DEL SILENCIO 
 
El silencio del que estamos hablando no consiste en quedarse callado, en no hablar. No es una ausencia ni tampoco una mera actitud pasiva. Tampoco se trata de una actitud exterior, pasajera y momentánea. Es algo muchísimo más rico, más profundo. Es un estado armónico de nuestras facultades, un estilo interior y constante. Es un silencio rico en presencia que le abre al ser humano las puertas de la comprensión de sí mismo y lo dispone para acoger el don de la reconciliación. Es una disposición del espíritu que nos posibilita escuchar la voz de Dios, nuestra propia voz interior, a los demás, así como el lenguaje de la creación. 

ESCUCHANDO LA VOZ DE DIOS 
 
El silencio siempre ha significado para el hombre ámbito privilegiado de encuentro y comunión con el Señor. En efecto, el silencio nos abre a la vivencia de una dimensión de acogida y reverencia que nos capacita para el encuentro con Dios por su Palabra. El Señor Jesús es el Verbo Encarnado, la Palabra del Padre que se hace uno de nosotros para devolvernos la semejanza perdida, para restablecer la comunicación con Dios rota por el pecado. El Reconciliador de los hombres se manifiesta en el corazón silencioso del creyente, en ese corazón que aprende a callar, a silenciar su propia palabra para escuchar la Palabra por excelencia. 

El silencio nos dispone para el encuentro con Dios en la oración personal y comunitaria, así como en las actividades ordinarias de cada día, mediante la reverencia y la actitud oyente. El silencio nos permite escuchar a Aquel que incansablemente toca la puerta de nuestro corazón, esperando que alguien le abra (Ap 3, 20). 

CAMINO DE PLENIFICACIÓN PERSONAL 
 
En el silencio, la ser humano encuentra también un marco eficaz para redescubrirse a sí mismo y el sentido de su existencia. El silencio aparece como un excelente medio para recuperar el recto dominio personal, el equilibrio, la paz y la armonía interior. 

Silenciando nuestros desórdenes, rescatamos el uso de nuestra facultades y potencias, heridas por el pecado. Mediante la práctica del silencio, éstas se apartan de la ilusión y de la mentira hacia las cuales están habituadas a dirigirse por esa grave distorsión que es el pecado para pasar del laberinto del extravío, el desorden y la falsedad a una dinámica de verdad y autenticidad, de realización humana y marcha ascendente hacia la recuperación de la semejanza perdida. 

El ejercicio del silencio busca conducir nuestros hábitos inconscientes e involuntarios a un nivel voluntario, consciente y responsable, de manera que se tornen en opciones libres, orientadas al cumplimiento del divino Plan. Por eso el silencio es también una pedagogía de la voluntad. 

El silencio aparece, pues, como condición esencial para iniciar un trabajo serio sobre uno mismo en la línea de reorientar nuestros dinamismos fundamentales, desordenados por la ruptura del pecado. 

HACIA LA COMUNIÓN FRATERNA 
 
El hombre es un ser para el encuentro. El silencio no sólo me posibilita encaminarme hacia el encuentro con Dios; también es un espacio apropiado para vivir la comunión fraterna. El silencio, al ayudarme a restaurar mi yo profundo, me permite autoposeerme en libertad y, desde esa autoposesión, proyectarme a los demás, en un dinamismo amorizante, análogo al dinamismo de encuentro con Dios, impreso en el corazón humano. 

La práctica constante del silencio constituye una valiosísima manera de reorientar mis capacidades hacia la comunicación en autenticidad y libertad. La vivencia del silencio, no sólo me facilita la recuperación del recto sentido del lenguaje tan devaluado en nuestros días sino que reorienta todo mi ser -mis gestos y actitudes, mi capacidad de escucha y acogida-, abriéndome así a la comunicación total e integral con los demás. 

EL LENGUAJE DE LO CREADO 
 
Las cosas sencillas entre las que nos movemos escribía el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar han perdido en buena medida su lenguaje. Y nosotros, que yo no oímos su palabra, parecemos analfabetos ante el libro de la creación. Tan acostumbrados a manipular las cosas, a ejercer nuestro dominio sobe ellas, que nos hemos hecho incapaces de escuchar el misterioso lenguaje de las cosas creadas. 

El silencio nos ayuda a recuperar esa fineza de espíritu, esa sensibilidad interior que nos hace comprender el transparente y sencillo idioma del símbolo, la fuerza afirmativa de los signos, el lenguaje innato de la creación. 

MARÍA, LA MUJER DEL SILENCIO 
 
En Santa María, sus hijos encontramos un modelo claro y cercano donde aprender a vivir el silencio. Su vida entera está entretejida por el fino tramado de la reverencia amorosa, la escucha atenta, la fineza de espíritu, la disponibilidad total, la acogida generosa, la docilidad ante las mociones del Espíritu Santo... Ella, mejor que nadie, supo hacer de su existencia toda un auténtico gesto litúrgico, viviendo el camino plenificador y humanizante del silencio.

CITAS PARA MEDITAR
  • El silencio, ámbito de encuentro y comunión con el Señor: 1Re 19, 11-13; Sal 4(3), 5-6; Sab 18, 14-15; Lam 3, 25-26; Hab 2, 20; Sof 1, 7.
  • El silencio y la armonía interior: 1Pe 3, 3-4.
PREGUNTAS PARA EL DIÁLOGO
  1. ¿Cuál es la importancia del silencio para tu vida cristiana?
  2. ¿Qué puedes hacer para vivir el silencio en un mundo cada vez más acelerado y ruidoso?
  3. ¿Cuáles son los principales obstáculos que encuentras para vivir el silencio en tu vida?

martes, 8 de mayo de 2012

La familia: cenáculo de amor


"Aunque parece legítimo hablar de crisis de la familia, quizá sería más apropiado hablar de «crisis de amor». Aun cuando probablemente no en todos los casos donde se constata la «crisis familiar», con certeza en la gran mayoría –independientemente de estamentos sociales o de clasificación urbana o rural– se debe hablar de una «crisis de amor» que genera la «crisis de familia».

¿Qué es la familia si no hay amor? ¿Una mera célula de la sociedad? ¿Un centro donde se mezclan intereses contrapuestos? ¡Y si se trata de una familia que se llama cristiana! Será cualquier cosa, pero del todo alejada de ese misterio de amor, de ese sacramento de la presencia amorosa de los cónyuges y los hijos que le dice al mundo que Cristo Jesús es su centro y su vida. Cuando se olvida que el matrimonio, del que surge la familia, es una vocación, un llamado de Dios a los cónyuges para que se santifiquen por ese camino, se cede a la rutinización y con ello al empobrecimiento que mata lo sublime y termina por minar la unión. La vida conyugal cristiana es un camino a la santidad. Es doloroso que hoy muchos lo olviden, o quizá hasta lo ignoren. Cuando se olvida o se origina que el matrimonio es un camino ascético donde los cónyuges van matando el egoísmo para sumergirse en un «nosotros» que trasciende el «yo» y el «tú» en una realidad misteriosa que hace presente a Cristo entre ellos, se destruye la posibilidad de vivir una realidad maravillosa: la familia como cenáculo de amor. Dolorosamente, es fácil constatar que hay muchas «familias» que no son sino un egoísmo en plural.

Y, porque se olvidan estar realidades es por lo que hoy se casa mucha gente con la misma facilidad con la que se toma una cerveza o una gaseosa. Sin pensarlo mucho; sin prepararse bien. La frase puede parecer poco feliz, pero mucho más infeliz es la cantidad de hogares destrozados por falta de amor. La cantidad de hijos víctimas, en esos hogares, es trágico resultado de la superficialidad, donde se confunde el misterio del amor con superficiales emociones. Incluso en muchos casos donde hay una fuerte incidencia de factores estructurales ¡hay tanto que se podría haber superado con un amor auténtico, purificador!

Para muchos resulta poco comprensible hablar de la familia como «pequeña Iglesia» o como reflejo del Amor íntimo de Dios. Y es que falta amor. Falta comprender que la realidad del ser humano apunta al Amor, y que la realidad de amor que cada uno vive –cuando es de verdad amor– es una participación de ese Amor que viene de Dios. Para esto hay que educarse y purificarse. Cada ser humano, invitado por Dios a la realidad sublime de participar del Amor, está herido por el pecado –¡cómo se olvida hoy la terrible realidad del pecado! –, y esa tendencia del anti-Amor que cada cual puede constatar en sí es un grave obstáculo para la realización integral del ser humano, para la integración personal y para la comunión con los demás. Bien nos han recordado nuestros Obispos latinoamericanos en Puebla que el pecado es rechazo del amor y ruptura de la comunión, y que su presencia envenena al hombre y a los pueblos.

El pecado, ruptura con Dios, es causa de la ruptura de la realidad íntima del hombre en una fragmentación y desarticulación que le mueve a los más angustiantes quejidos recogidos por la literatura de un Kafka, un Camus, un Celine o un Sartre, pero vividos por hombres concretos, cercanos. El pecado es fuente del mal que hay en el hombre y en la sociedad. El pecado da lugar al egoísmo, que en el caso del matrimonio es su negación, y en el caso de la familia conduce a la cosificación de los hijos, a su apropiación como objetos, y a la mutación de las responsabilidades de un amor promotor, liberador, que respeta y reverencia la profunda libertad de esos «hijos de Dios», por la de «dar cosas». Muchas «crisis» de familias se deben a esa sustitución de la realidad del «ser», que es amor, por la del «tener»; trágica sustitución hija de una civilización sometida al materialismo más vulgar y al hedonismo que de él nace.

El caso de muchos padres que por omisión incumplen sus deberes de formar en la fe a sus hijos no es sino un ejemplo de su ignorancia de la realidad profunda y eminentemente difusiva del misterio del amor. Incluso se ve la dolorosa realidad de que, cuando los hijos que han recibido la semilla de la fe en el Bautismo descubren por sí mismos las consecuencias de esa fe, hay padres que se oponen, celosos de Dios, de los caminos de Dios, y consideran exagerado un auténtico compromiso liberador con el Señor Jesús. ¡Es que ignoran el amor! ¡Es que están ciegos a la realidad de Cristo! Por ello, en vez de amor, que es respetuoso de la libertad y del destino del otro, surge el afán posesivo, planificante, cosificador, nacido del anti-Amor. ¡Cuánto obstáculo al Plan de Dios!

El matrimonio, la familia, son proyectos en la vida de sus miembros. Son caminos por los cuales Dios invita a sus componentes a un encuentro plenificador, a una conversión, a una apertura. La familia cenáculo de amor es un proyecto de existencia, un estilo de vida fundado en el modelo de la Familia de Nazaret. Ella constituye un horizonte que debe orientar a todos aquellos a quienes el Señor llama a vivir la vocación del matrimonio, o su presencia en la familia, a descubrir el dinamismo liberador del Amor.

El llamado de Cristo a la conversión no es una invitación a separar la vida de la fe de la vida diaria, como algunos parecen comprender, sino a integrar la fe en la vida diaria. Todos los actos de la vida deben traslucir los efectos del compromiso con el Señor. En la vida conyugal y familiar se debe buscar que la presencia transformante de Dios se vuelque en la vida concreta, manifestándose en los diversos aspectos y realidades de la vida diaria de cada uno de los integrantes de la pareja y de la familia.

Amar es una posibilidad del ser humano, pero no es una realidad fácil de alcanzar. Amor, responsabilidad, libertad, respeto, son realidades que van unidas. Los medios de comunicación social han vulgarizado y envilecido la suprema realidad del misterio del amor. Es tarea de cada cual descubrirse a sí mismo, y descubrir qué tipo de tendencias anidan en él. Hay que seguirle la pista al anti-Amor para darle la contra, y así hacer lugar al impulso generoso y reverente del Amor, que es participación y conduce a la comunión. Hay un estrecho vínculo entre la tarea de hacerse hombre, ser humano pleno, y la tarea de abrirse a la gracia de Dios para erradicaar la tendencias del anti-Amor y dar lugar al Amor, a sus consecuencias y a sus participaciones.

El matrimonio, vocación de encuentro humano en el amor, es una realidad donde se puede verificar la verdad del «nosotros», dimensión que, al estar enraizada en el amor, será la de un dinamismo de apertura y comunión hacia los otros. La familia es también un medio de relaciones que, cuando están centradas en el amor y en la comunión, en la libertad respetuosa de cada cual, en el orden justo y prudente, es un «cenáculo de amor» que plenifica a sus integrantes, que abren sus vidas al Señor de la Vida, y se vuelcan generosa y solidariamente hacia los demás seres humanos, compartiendo inquietudes y esperanzas, y dando un testimonio efectivo de que el amor es posible, de que es real, por obra de Aquel que es todo Amor.

El matrimonio y la familia son realidades sublimes que deben ser comprendidas y valoradas a la luz de la Revelación del Señor, para que puedan ser vividas a plenitud en conformidad con el amoroso Plan Salvífico de Dios."

Luis Fernando Figari