El Hecho Humano
Noticias sobre Vida y Familia
jueves, 23 de febrero de 2012
Rezar en Familia
BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA
GENERAL
Sala
Pablo VI
Miércoles
28 de diciembre de 2011
Queridos
hermanos y hermanas:
El
encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño, lleno de íntima
alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar este
misterio, cuyo eco se expande en la liturgia de todos estos días. Es
un misterio de luz que los hombres de cada época pueden revivir en
la fe y en la oración. Precisamente a través de la oración nos
hacemos capaces de acercarnos a Dios con intimidad y profundidad. Por
ello, teniendo presente el tema de la oración que estoy
desarrollando durante las catequesis en este período, hoy quiero
invitaros a reflexionar sobre cómo la oración forma parte de la
vida de la Sagrada Familia de Nazaret. La casa de Nazaret, en efecto,
es una escuela de oración, donde se aprende a escuchar, a meditar, a
penetrar el significado profundo de la manifestación del Hijo de
Dios, siguiendo el ejemplo de María, José y Jesús.
Sigue
siendo memorable el discurso del siervo de Dios Pablo VI durante su
visita a Nazaret. El Papa dijo que en la escuela de la Sagrada
Familia nosotros comprendemos por qué debemos «tener una disciplina
espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y
discípulos de Cristo». Y agrega: «En primer lugar nos enseña el
silencio. Oh! Si renaciese en nosotros la valorización del silencio,
de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en
nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas
voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio
de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud
a prestar oídos a las secretas inspiraciones de Dios y a las
palabras de los verdaderos maestros» (Discurso en Nazaret, 5 de
enero de 1964).
De
la Sagrada Familia, según los relatos evangélicos de la infancia de
Jesús, podemos sacar algunas reflexiones sobre la oración, sobre la
relación con Dios. Podemos partir del episodio de la presentación
de Jesús en el templo. San Lucas narra que María y José, «cuando
se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés,
lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (2, 22). Como
toda familia judía observante de la ley, los padres de Jesús van al
templo para consagrar a Dios a su primogénito y para ofrecer el
sacrificio. Movidos por la fidelidad a las prescripciones, parten de
Belén y van a Jerusalén con Jesús que tiene apenas cuarenta días;
en lugar de un cordero de un año presentan la ofrenda de las
familias sencillas, es decir, dos palomas. La peregrinación de la
Sagrada Familia es la peregrinación de la fe, de la ofrenda de los
dones, símbolo de la oración, y del encuentro con el Señor, que
María y José ya ven en su hijo Jesús.
La
contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El
rostro del Hijo le pertenece a título especial, porque se formó en
su seno, tomando de ella también la semejanza humana. Nadie se
dedicó con tanta asiduidad a la contemplación de Jesús como María.
La mirada de su corazón se concentra en él ya desde el momento de
la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en
los meses sucesivos advierte poco a poco su presencia, hasta el día
del nacimiento, cuando sus ojos pueden mirar con ternura maternal el
rostro del hijo, mientras lo envuelve en pañales y lo acuesta en el
pesebre. Los recuerdos de Jesús, grabados en su mente y en su
corazón, marcaron cada instante de la existencia de María. Ella
vive con los ojos en Cristo y conserva cada una de sus palabras. San
Lucas dice: «Por su parte [María] conservaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), y así describe la actitud
de María ante el misterio de la Encarnación, actitud que se
prolongará en toda su existencia: conservar en su corazón las cosas
meditándolas. Lucas es el evangelista que nos permite conocer el
corazón de María, su fe (cf. 1, 45), su esperanza y obediencia (cf.
1, 38), sobre todo su interioridad y oración (cf. 1, 46-56), su
adhesión libre a Cristo (cf. 1, 55). Y todo esto procede del don del
Espíritu Santo que desciende sobre ella (cf. 1, 35), como descenderá
sobre los Apóstoles según la promesa de Cristo (cf. Hch 1, 8). Esta
imagen de María que nos ofrece san Lucas presenta a la Virgen como
modelo de todo creyente que conserva y confronta las palabras y las
acciones de Jesús, una confrontación que es siempre un progresar en
el conocimiento de Jesús. Siguiendo al beato Papa Juan Pablo II (cf.
Carta ap. Rosarium Virginis Mariae) podemos decir que la oración del
Rosario tiene su modelo precisamente en María, porque consiste en
contemplar los misterios de Cristo en unión espiritual con la Madre
del Señor. La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es,
por decirlo así, contagiosa. San José fue el primero en
experimentarlo. Su amor humilde y sincero a su prometida esposa y la
decisión de unir su vida a la de María lo atrajo e introdujo
también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19), en una
intimidad singular con Dios. En efecto, con María y luego, sobre
todo, con Jesús, él comienza un nuevo modo de relacionarse con
Dios, de acogerlo en su propia vida, de entrar en su proyecto de
salvación, cumpliendo su voluntad. Después de seguir con confianza
la indicación del ángel —«no temas acoger a María, tu mujer»
(Mt 1, 20)— él tomó consigo a María y compartió su vida con
ella; verdaderamente se entregó totalmente a María y a Jesús, y
esto lo llevó hacia la perfección de la respuesta a la vocación
recibida. El Evangelio, como sabemos, no conservó palabra alguna de
José: su presencia es silenciosa, pero fiel, constante, activa.
Podemos imaginar que también él, como su esposa y en íntima
sintonía con ella, vivió los años de la infancia y de la
adolescencia de Jesús gustando, por decirlo así, su presencia en su
familia. José cumplió plenamente su papel paterno, en todo sentido.
Seguramente educó a Jesús en la oración, juntamente con María.
Él, en particular, lo habrá llevado consigo a la sinagoga, a los
ritos del sábado, como también a Jerusalén, para las grandes
fiestas del pueblo de Israel. José, según la tradición judía,
habrá dirigido la oración doméstica tanto en la cotidianidad —por
la mañana, por la tarde, en las comidas—, como en las principales
celebraciones religiosas. Así, en el ritmo de las jornadas
transcurridas en Nazaret, entre la casa sencilla y el taller de José,
Jesús aprendió a alternar oración y trabajo, y a ofrecer a Dios
también la fatiga para ganar el pan necesario para la familia.
Por
último, otro episodio en el que la Sagrada Familia de Nazaret se
halla recogida y unida en un momento de oración. Jesús, como hemos
escuchado, a los doce años va con los suyos al templo de Jerusalén.
Este episodio se sitúa en el contexto de la peregrinación, como lo
pone de relieve san Lucas: «Sus padre solían ir cada año a
Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años,
subieron a la fiesta según la costumbre» (2, 41-42). La
peregrinación es una expresión religiosa que se nutre de oración
y, al mismo tiempo, la alimenta. Aquí se trata de la peregrinación
pascual, y el evangelista nos hace notar que la familia de Jesús la
vive cada año, para participar en los ritos en la ciudad santa. La
familia judía, como la cristiana, ora en la intimidad doméstica,
pero reza también junto a la comunidad, reconociéndose parte del
pueblo de Dios en camino, y la peregrinación expresa precisamente
este estar en camino del pueblo de Dios. La Pascua es el centro y la
cumbre de todo esto, y abarca la dimensión familiar y la del culto
litúrgico y público.
En
el episodio de Jesús a los doce años se registran también sus
primeras palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo
debía estar en las cosas de mi Padre? (2, 49). Después de tres días
de búsqueda, sus padres lo encontraron en el templo sentado entre
los doctores en el templo mientras los escuchaba y los interrogaba
(cf. 2, 46). A su pregunta sobre por qué había hecho esto a su
padre y a su madre, él responde que hizo sólo cuánto debe hacer
como Hijo, es decir, estar junto al Padre. De este modo él indica
quién es su verdadero Padre, cuál es su verdadera casa, que él no
había hecho nada extraño, que no había desobedecido. Permaneció
donde debe estar el Hijo, es decir, junto a su Padre, y destacó
quién es su Padre. La palabra «Padre» domina el acento de esta
respuesta y aparece todo el misterio cristológico. Esta palabra
abre, por lo tanto, el misterio, es la llave para el misterio de
Cristo, que es el Hijo, y abre también la llave para nuestro
misterio de cristianos, que somos hijos en el Hijo. Al mismo tiempo,
Jesús nos enseña cómo ser hijos, precisamente estando con el Padre
en la oración. El misterio cristológico, el misterio de la
existencia cristiana está íntimamente unido, fundado en la oración.
Jesús enseñará un día a sus discípulos a rezar, diciéndoles:
cuando oréis decid «Padre». Y, naturalmente, no lo digáis sólo
de palabra, decidlo con vuestra vida, aprended cada vez más a decir
«Padre» con vuestra vida; y así seréis verdaderos hijos en el
Hijo, verdaderos cristianos.
Aquí,
cuando Jesús está todavía plenamente insertado en la vida la
Familia de Nazaret, es importante notar la resonancia que puede haber
tenido en el corazón de María y de José escuchar de labios de
Jesús la palabra «Padre», y revelar, poner de relieve quién es el
Padre, y escuchar de sus labios esta palabra con la consciencia del
Hijo Unigénito, que precisamente por esto quiso permanecer durante
tres días en el templo, que es la «casa del Padre». Desde
entonces, podemos imaginar, la vida en la Sagrada Familia se vio aún
más colmada de un clima de oración, porque del corazón de Jesús
todavía niño —y luego adolescente y joven— no cesará ya de
difundirse y de reflejarse en el corazón de María y de José este
sentido profundo de la relación con Dios Padre. Este episodio nos
muestra la verdadera situación, el clima de estar con el Padre. De
este modo, la Familia de Nazaret es el primer modelo de la Iglesia
donde, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación,
todos viven la relación filial con Dios Padre, que transforma
también las relaciones interpersonales, humanas.
Queridos
amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he
señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia
doméstica, llamada a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y
debe ser la primera escuela de oración. En la familia, los niños,
desde la más temprana edad, pueden aprender a percibir el sentido de
Dios, gracias a la enseñanza y el ejemplo de sus padres: vivir en un
clima marcado por la presencia de Dios. Una educación auténticamente
cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no
se aprende a rezar en la familia, luego será difícil colmar ese
vacío. Y, por lo tanto, quiero dirigiros la invitación a
redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en la escuela de
la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo
corazón y una sola alma, una verdadera familia. Gracias.
domingo, 19 de febrero de 2012
Cuaresma 2012
MENSAJE DEL
SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2012
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2012
«Fijémonos los unos en
los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24)
para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24)
Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 3 de noviembre de 2011
BENEDICTUS PP. XVI
sábado, 18 de febrero de 2012
Sobre los esposos
De una alocución del papa Pío doce a los recién casados
La esposa viene a ser como el sol que ilumina a la
familia. Oíd lo que de ella dice la sagrada Escritura:
Mujer hermosa deleita al marido; mujer modesta duplica
su encanto. El sol brilla en el cielo del Señor, la mujer
bella en su casa bien arreglada.
Sí, la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el
sol con su generosidad y abnegación, con su constante
prontitud, con su delicadeza vigilante y previsora en todo
cuanto puede alegrar la vida a su marido y a sus hijos.
Ella difunde en torno a sí luz y calor; y, si suele decirse
de un matrimonio que es feliz cuando cada uno de los
cónyuges, al contraerlo, se consagra a hacer feliz, no a
sí mismo, sino al otro, este noble sentimiento e inten-
ción, aunque les obligue a ambos, es sin embargo virtud
principal de la mujer, que le nace con las palpitaciones
de madre y con la madurez del corazón; madurez que,
si recibe amarguras, no quiere dar sino alegrías; si re-
cibe humillaciones, no quiere devolver sino dignidad y
respeto, semejante al sol que con sus albores alegra la
nebulosa mañana, y dora las nubes con los rayos de su
ocaso.
La esposa es el sol de la familia con la claridad de su
mirada y con el fuego de su palabra; mirada y palabra
que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enter-
necen y alzan fuera del tumulto de las pasiones, arras-
trando al hombre a la alegría del bien y de la conviven-
cia familiar, después de una larga jornada de continuado
y muchas veces fatigoso trabajo en la oficina o en el
campo o en las exigentes actividades del comercio y
de la industria.
La esposa es el sol de la familia con su ingenua natu-
raleza, con su digna sencillez y con su majestad cristiana
y honesta, así en el recogimiento y en la rectitud del
espíritu como en la sutil armonía de su porte y de su
vestir, de su adorno y de su continente, reservado y a
la par afectuoso. Sentimientos delicados, graciosos ges-
tos del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, una condes-
cendiente señal de cabeza, le dan la gracia de una flor
selecta y sin embargo sencilla que abre su corola para
recibir y reflejar los colores del sol.
¡Oh, si supieseis cuan profundos sentimientos de amor
y de gratitud suscita e imprime en el corazón del padre
de familia y de los hijos semejante imagen de esposa y
de madre!
(Oficio de lectura. Sábado IV semana)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)