Noticias sobre Vida y Familia

viernes, 6 de abril de 2012

La Cruz de Cristo

Jesús en la Cruz, retenido en el madero por punzantes clavos, nos recuerda que Él siempre está con nosotros. Nos recuerda que el incoado sacrificio de la Cruz se prolonga a través de la historia, que Jesús muere incruentamente en cada Misa que se viene celebrando en el mundo desde hace dos mil años; es una prolongación sacramental del Calvario.

Esa magnitud del sacrificio reconciliador, al tiempo de mostrarnos lo inmenso de nuestros pecados, nos enseña también una dinámica muy clara. Quien no se sumerge libremente en el dinamismo kenótico —es decir de abajamiento hasta la muerte— no tendrá parte en el dinamismo ascensional —es decir la fuerza de la resurrección que nos lleva a los nuevos cielos y a la tierra nueva—. ¡No hay cristianismo sin cruz! Y no sólo me refiero a los esfuerzos y trabajos de servicio a los hermanos, que en alguna ocasión pueden ser cruces, u otras circunstancias de mortificación, sino principalmente a la muerte del hombre viejo, tarea fundamenal del hijo de la Iglesia que quiere alcanzar la vida plena en Jesús. (…)

La Cruz con el Crucificado nos recuerda la magnitud de su amor y el horizonte de nuestra respuesta. La Cruz sola nos recuerda el camino. San Agustín decía con bello simbolismo que en un mar tempestuoso, como muchas veces es nuestra propia vida, sólo aferrándonos al madero podremos salvarnos, solo aferrándonos con todas nuestras fuerzas a la Cruz, podremos alcanzar la plenitud y realización definitiva. Hay que interiorizar el dinamismo cruciforme de la existencia, y hay que aprender a llevar la cruz en el corazón, no como una imposición o un signo de tortura, sino como señal de reconciliación.

Luis Fernando Figari

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