Noticias sobre Vida y Familia

jueves, 13 de diciembre de 2012

Cronograma de Entregas Caja del Amor y Navidad es Jesús

Entregas Cajas del Amor y Navidad es Jesús. (Las que están en rojo son las de Navidad es Jesús, verde son de Caja del Amor. Los números entre paréntesis son niños atendidos o cajas entregadas)
 
 



miércoles, 23 de mayo de 2012

Vivir el Silencio

Para el hombre hodierno, acostumbrado al cambio acelerado, a la idolatría de la novedad, a la superficialidad y la evasión como forma usual de vida, a vivir envuelto por todo tipo de seducciones, ilusiones y engaños, poco tiempo le queda para entrar en sí mismo. El ruido y bullicio de la vida moderna ya no es solamente una característica exterior de la sociedad contemporánea sino que también han penetrado el interior del propio hombre. Ya no hay lugar para el recogimiento y la vida interior, pues el fragor y la dispersión de la rutina cotidiana van acaparando cada vez más los pocos espacios que aún le quedan al ser humano.
Parecería como si los hombres y mujeres de nuestro siglo tuviéramos un terrible horror al silencio, un secreto pavor a descubrirnos carentes de la seguridad que nos proporciona la agitación y la bulla de la vida moderna. De ahí que, muchas veces, el silencio sea visto como una especie de amenaza para la persona.
Se hace necesario pues, recuperar una dimensión tan importante para la realización plena del ser humano como es el silencio. 

LA ESCUELA DEL SILENCIO 
 
El silencio del que estamos hablando no consiste en quedarse callado, en no hablar. No es una ausencia ni tampoco una mera actitud pasiva. Tampoco se trata de una actitud exterior, pasajera y momentánea. Es algo muchísimo más rico, más profundo. Es un estado armónico de nuestras facultades, un estilo interior y constante. Es un silencio rico en presencia que le abre al ser humano las puertas de la comprensión de sí mismo y lo dispone para acoger el don de la reconciliación. Es una disposición del espíritu que nos posibilita escuchar la voz de Dios, nuestra propia voz interior, a los demás, así como el lenguaje de la creación. 

ESCUCHANDO LA VOZ DE DIOS 
 
El silencio siempre ha significado para el hombre ámbito privilegiado de encuentro y comunión con el Señor. En efecto, el silencio nos abre a la vivencia de una dimensión de acogida y reverencia que nos capacita para el encuentro con Dios por su Palabra. El Señor Jesús es el Verbo Encarnado, la Palabra del Padre que se hace uno de nosotros para devolvernos la semejanza perdida, para restablecer la comunicación con Dios rota por el pecado. El Reconciliador de los hombres se manifiesta en el corazón silencioso del creyente, en ese corazón que aprende a callar, a silenciar su propia palabra para escuchar la Palabra por excelencia. 

El silencio nos dispone para el encuentro con Dios en la oración personal y comunitaria, así como en las actividades ordinarias de cada día, mediante la reverencia y la actitud oyente. El silencio nos permite escuchar a Aquel que incansablemente toca la puerta de nuestro corazón, esperando que alguien le abra (Ap 3, 20). 

CAMINO DE PLENIFICACIÓN PERSONAL 
 
En el silencio, la ser humano encuentra también un marco eficaz para redescubrirse a sí mismo y el sentido de su existencia. El silencio aparece como un excelente medio para recuperar el recto dominio personal, el equilibrio, la paz y la armonía interior. 

Silenciando nuestros desórdenes, rescatamos el uso de nuestra facultades y potencias, heridas por el pecado. Mediante la práctica del silencio, éstas se apartan de la ilusión y de la mentira hacia las cuales están habituadas a dirigirse por esa grave distorsión que es el pecado para pasar del laberinto del extravío, el desorden y la falsedad a una dinámica de verdad y autenticidad, de realización humana y marcha ascendente hacia la recuperación de la semejanza perdida. 

El ejercicio del silencio busca conducir nuestros hábitos inconscientes e involuntarios a un nivel voluntario, consciente y responsable, de manera que se tornen en opciones libres, orientadas al cumplimiento del divino Plan. Por eso el silencio es también una pedagogía de la voluntad. 

El silencio aparece, pues, como condición esencial para iniciar un trabajo serio sobre uno mismo en la línea de reorientar nuestros dinamismos fundamentales, desordenados por la ruptura del pecado. 

HACIA LA COMUNIÓN FRATERNA 
 
El hombre es un ser para el encuentro. El silencio no sólo me posibilita encaminarme hacia el encuentro con Dios; también es un espacio apropiado para vivir la comunión fraterna. El silencio, al ayudarme a restaurar mi yo profundo, me permite autoposeerme en libertad y, desde esa autoposesión, proyectarme a los demás, en un dinamismo amorizante, análogo al dinamismo de encuentro con Dios, impreso en el corazón humano. 

La práctica constante del silencio constituye una valiosísima manera de reorientar mis capacidades hacia la comunicación en autenticidad y libertad. La vivencia del silencio, no sólo me facilita la recuperación del recto sentido del lenguaje tan devaluado en nuestros días sino que reorienta todo mi ser -mis gestos y actitudes, mi capacidad de escucha y acogida-, abriéndome así a la comunicación total e integral con los demás. 

EL LENGUAJE DE LO CREADO 
 
Las cosas sencillas entre las que nos movemos escribía el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar han perdido en buena medida su lenguaje. Y nosotros, que yo no oímos su palabra, parecemos analfabetos ante el libro de la creación. Tan acostumbrados a manipular las cosas, a ejercer nuestro dominio sobe ellas, que nos hemos hecho incapaces de escuchar el misterioso lenguaje de las cosas creadas. 

El silencio nos ayuda a recuperar esa fineza de espíritu, esa sensibilidad interior que nos hace comprender el transparente y sencillo idioma del símbolo, la fuerza afirmativa de los signos, el lenguaje innato de la creación. 

MARÍA, LA MUJER DEL SILENCIO 
 
En Santa María, sus hijos encontramos un modelo claro y cercano donde aprender a vivir el silencio. Su vida entera está entretejida por el fino tramado de la reverencia amorosa, la escucha atenta, la fineza de espíritu, la disponibilidad total, la acogida generosa, la docilidad ante las mociones del Espíritu Santo... Ella, mejor que nadie, supo hacer de su existencia toda un auténtico gesto litúrgico, viviendo el camino plenificador y humanizante del silencio.

CITAS PARA MEDITAR
  • El silencio, ámbito de encuentro y comunión con el Señor: 1Re 19, 11-13; Sal 4(3), 5-6; Sab 18, 14-15; Lam 3, 25-26; Hab 2, 20; Sof 1, 7.
  • El silencio y la armonía interior: 1Pe 3, 3-4.
PREGUNTAS PARA EL DIÁLOGO
  1. ¿Cuál es la importancia del silencio para tu vida cristiana?
  2. ¿Qué puedes hacer para vivir el silencio en un mundo cada vez más acelerado y ruidoso?
  3. ¿Cuáles son los principales obstáculos que encuentras para vivir el silencio en tu vida?

martes, 8 de mayo de 2012

La familia: cenáculo de amor


"Aunque parece legítimo hablar de crisis de la familia, quizá sería más apropiado hablar de «crisis de amor». Aun cuando probablemente no en todos los casos donde se constata la «crisis familiar», con certeza en la gran mayoría –independientemente de estamentos sociales o de clasificación urbana o rural– se debe hablar de una «crisis de amor» que genera la «crisis de familia».

¿Qué es la familia si no hay amor? ¿Una mera célula de la sociedad? ¿Un centro donde se mezclan intereses contrapuestos? ¡Y si se trata de una familia que se llama cristiana! Será cualquier cosa, pero del todo alejada de ese misterio de amor, de ese sacramento de la presencia amorosa de los cónyuges y los hijos que le dice al mundo que Cristo Jesús es su centro y su vida. Cuando se olvida que el matrimonio, del que surge la familia, es una vocación, un llamado de Dios a los cónyuges para que se santifiquen por ese camino, se cede a la rutinización y con ello al empobrecimiento que mata lo sublime y termina por minar la unión. La vida conyugal cristiana es un camino a la santidad. Es doloroso que hoy muchos lo olviden, o quizá hasta lo ignoren. Cuando se olvida o se origina que el matrimonio es un camino ascético donde los cónyuges van matando el egoísmo para sumergirse en un «nosotros» que trasciende el «yo» y el «tú» en una realidad misteriosa que hace presente a Cristo entre ellos, se destruye la posibilidad de vivir una realidad maravillosa: la familia como cenáculo de amor. Dolorosamente, es fácil constatar que hay muchas «familias» que no son sino un egoísmo en plural.

Y, porque se olvidan estar realidades es por lo que hoy se casa mucha gente con la misma facilidad con la que se toma una cerveza o una gaseosa. Sin pensarlo mucho; sin prepararse bien. La frase puede parecer poco feliz, pero mucho más infeliz es la cantidad de hogares destrozados por falta de amor. La cantidad de hijos víctimas, en esos hogares, es trágico resultado de la superficialidad, donde se confunde el misterio del amor con superficiales emociones. Incluso en muchos casos donde hay una fuerte incidencia de factores estructurales ¡hay tanto que se podría haber superado con un amor auténtico, purificador!

Para muchos resulta poco comprensible hablar de la familia como «pequeña Iglesia» o como reflejo del Amor íntimo de Dios. Y es que falta amor. Falta comprender que la realidad del ser humano apunta al Amor, y que la realidad de amor que cada uno vive –cuando es de verdad amor– es una participación de ese Amor que viene de Dios. Para esto hay que educarse y purificarse. Cada ser humano, invitado por Dios a la realidad sublime de participar del Amor, está herido por el pecado –¡cómo se olvida hoy la terrible realidad del pecado! –, y esa tendencia del anti-Amor que cada cual puede constatar en sí es un grave obstáculo para la realización integral del ser humano, para la integración personal y para la comunión con los demás. Bien nos han recordado nuestros Obispos latinoamericanos en Puebla que el pecado es rechazo del amor y ruptura de la comunión, y que su presencia envenena al hombre y a los pueblos.

El pecado, ruptura con Dios, es causa de la ruptura de la realidad íntima del hombre en una fragmentación y desarticulación que le mueve a los más angustiantes quejidos recogidos por la literatura de un Kafka, un Camus, un Celine o un Sartre, pero vividos por hombres concretos, cercanos. El pecado es fuente del mal que hay en el hombre y en la sociedad. El pecado da lugar al egoísmo, que en el caso del matrimonio es su negación, y en el caso de la familia conduce a la cosificación de los hijos, a su apropiación como objetos, y a la mutación de las responsabilidades de un amor promotor, liberador, que respeta y reverencia la profunda libertad de esos «hijos de Dios», por la de «dar cosas». Muchas «crisis» de familias se deben a esa sustitución de la realidad del «ser», que es amor, por la del «tener»; trágica sustitución hija de una civilización sometida al materialismo más vulgar y al hedonismo que de él nace.

El caso de muchos padres que por omisión incumplen sus deberes de formar en la fe a sus hijos no es sino un ejemplo de su ignorancia de la realidad profunda y eminentemente difusiva del misterio del amor. Incluso se ve la dolorosa realidad de que, cuando los hijos que han recibido la semilla de la fe en el Bautismo descubren por sí mismos las consecuencias de esa fe, hay padres que se oponen, celosos de Dios, de los caminos de Dios, y consideran exagerado un auténtico compromiso liberador con el Señor Jesús. ¡Es que ignoran el amor! ¡Es que están ciegos a la realidad de Cristo! Por ello, en vez de amor, que es respetuoso de la libertad y del destino del otro, surge el afán posesivo, planificante, cosificador, nacido del anti-Amor. ¡Cuánto obstáculo al Plan de Dios!

El matrimonio, la familia, son proyectos en la vida de sus miembros. Son caminos por los cuales Dios invita a sus componentes a un encuentro plenificador, a una conversión, a una apertura. La familia cenáculo de amor es un proyecto de existencia, un estilo de vida fundado en el modelo de la Familia de Nazaret. Ella constituye un horizonte que debe orientar a todos aquellos a quienes el Señor llama a vivir la vocación del matrimonio, o su presencia en la familia, a descubrir el dinamismo liberador del Amor.

El llamado de Cristo a la conversión no es una invitación a separar la vida de la fe de la vida diaria, como algunos parecen comprender, sino a integrar la fe en la vida diaria. Todos los actos de la vida deben traslucir los efectos del compromiso con el Señor. En la vida conyugal y familiar se debe buscar que la presencia transformante de Dios se vuelque en la vida concreta, manifestándose en los diversos aspectos y realidades de la vida diaria de cada uno de los integrantes de la pareja y de la familia.

Amar es una posibilidad del ser humano, pero no es una realidad fácil de alcanzar. Amor, responsabilidad, libertad, respeto, son realidades que van unidas. Los medios de comunicación social han vulgarizado y envilecido la suprema realidad del misterio del amor. Es tarea de cada cual descubrirse a sí mismo, y descubrir qué tipo de tendencias anidan en él. Hay que seguirle la pista al anti-Amor para darle la contra, y así hacer lugar al impulso generoso y reverente del Amor, que es participación y conduce a la comunión. Hay un estrecho vínculo entre la tarea de hacerse hombre, ser humano pleno, y la tarea de abrirse a la gracia de Dios para erradicaar la tendencias del anti-Amor y dar lugar al Amor, a sus consecuencias y a sus participaciones.

El matrimonio, vocación de encuentro humano en el amor, es una realidad donde se puede verificar la verdad del «nosotros», dimensión que, al estar enraizada en el amor, será la de un dinamismo de apertura y comunión hacia los otros. La familia es también un medio de relaciones que, cuando están centradas en el amor y en la comunión, en la libertad respetuosa de cada cual, en el orden justo y prudente, es un «cenáculo de amor» que plenifica a sus integrantes, que abren sus vidas al Señor de la Vida, y se vuelcan generosa y solidariamente hacia los demás seres humanos, compartiendo inquietudes y esperanzas, y dando un testimonio efectivo de que el amor es posible, de que es real, por obra de Aquel que es todo Amor.

El matrimonio y la familia son realidades sublimes que deben ser comprendidas y valoradas a la luz de la Revelación del Señor, para que puedan ser vividas a plenitud en conformidad con el amoroso Plan Salvífico de Dios."

Luis Fernando Figari

jueves, 26 de abril de 2012

¿Cómo vivir la Solidaridad?

Benedicto XVI recuerda el verdadero sentido cristiano del amor al prójimo

Caridad y justicia
son un servicio espiritual

El compromiso de salir al encuentro de las necesidades del prójimo no tiene límites; pero es imprescindible que se realice a la luz del Espíritu Santo, para que no se pierda en puro activismo. Así pues, esas dos realidades, el anuncio de la Palabra de Dios y el deber de la caridad,  «deben vivir en la Iglesia», donde ambas tienen su lugar y su  «relación necesaria».
El Papa cita la narración de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles para hablar de la intervención de la Iglesia en favor de las  «personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda». En la catequesis durante la audiencia general de esta mañana, miércoles 25 de abril, en la plaza de San Pedro, Benedicto XVI ha vuelto a proponer «la exigencia primaria de anunciar la Palabra de Dios según el mandato del Señor». Pero subraya la exigencia de poner en el mismo plano  «el deber de la caridad y de la justicia, es decir, el deber de asistir a las viudas, a los pobres, y proveer con amor a las situaciones de necesidad en las que se encuentran los hermanos y las hermanas», dado que también en este caso se trata de «responder al mandato de Jesús: amaos los unos a los otros». La Iglesia, de hecho,  «no sólo debe anunciar la Palabra, sino también realizar la Palabra».
En esta perspectiva, caridad y justicia no se han de interpretar sólo como «acciones sociales» sino también como  «acciones espirituales». Hasta el punto de que quienes están llamados a hacer concreta esta doble expresión de la única misión de la Iglesia «no pueden ser sólo organizadores que saben      actuar» sino que deben ser «hombres llenos de Espíritu Santo y de sabiduría», porque la obra que llevan a cabo, aunque sea sobre todo práctica,  es de modo especial  «una función espiritual».
La actividad en favor del prójimo, ciertamente,  «no se debe condenar -reafirma el Pontífice-, pero conviene subrayar que debe estar penetrada interiormente también del espíritu de contemplación». Esto ayuda a  «aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás», que «ciertamente requiere las cosas necesarias», pero sobre todo «el afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios».
Es una valiosa advertencia  «para nosotros hoy -concluye el Papa- acostumbrados a valorarlo todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia».
26 de abril de 2012



domingo, 15 de abril de 2012

La familia, camino de santidad y primera línea de evangelización





1. Introducción

Se me ha pedido hablar desde la perspectiva de una familia espiritual, la Familia Sodálite, que entre otras realidades incluye al Sodalitium Christianae Vitae y al Movimiento de Vida Cristiana. Éste último nació en Perú en 1985 y fue aprobado por la Sede Apostólica en 1994. Entre sus integrantes hay millares de matrimonios, extendidos en muchas naciones de cuatro continentes, que han optado por vivir con seriedad y madurez su vida cristiana.
La promoción de la familia constituye una de las principales líneas pastorales y preocupaciones de la Familia Sodálite toda. Habría tanto que decir sobre el matrimonio y la familia, pero ahora nos resignaremos a una cuantas pinceladas sobre ello.

2. Crisis de la familia

Hace ya un buen tiempo la familia viene sufriendo una crisis de grave incidencia negativa. Un asedio sistemático busca disociar el amor conyugal y familiar de la vida de los esposos y de la familia. Cuando se escuchan expresiones como “familia reconstruida”, “familia monoparental”, “familia disfuncional” y “uniones de hecho” no se puede menos que pensar que estamos ante una cultura que acepta estas situaciones como “normales” y hasta “ideales”. Esta implacable campaña incorporada al proceso de globalización, viene también afectando la identidad propia de la familia basada en el matrimonio de un hombre y una mujer. Pienso que las graves consecuencias de este oscuro fenómeno constituyen un gravísimo atentado contra los derechos humanos, que en verdad sólo se pueden fundar en la naturaleza creada por Dios y no en meras convenciones humanas, modas, dictaduras legales o caprichos ideologizados. No es secreto para nadie que existe un integrismo anti-católico que va alimentando estos procesos buscando generar un mundo inspirado en la “cultura de muerte”. Todo ello va haciendo cada vez más notorio el valor de la familia en sí, así como su misión como primera línea en la propuesta real de una sociedad de la vida, una comunidad más justa, más reconciliada, más según el divino Plan.

3. Programa del camino matrimonial

La Familia Sodálite tiene una posición clara sobre el altísimo valor de la vida conyugal y familiar y sobre su decisiva importancia en la construcción de un mundo mejor. También, ofrece una pedagogía para cooperar con los matrimonios y para que éstos cooperen entre sí en su camino a la santidad como integrantes de la Iglesia. Este camino se expresa no solamente en reflexiones y planteamientos teóricos, sino también en lo que se podría llamar un programa práctico para quien es llamado a vivir la vocación matrimonial. Se expresa, sucintamente, en cinco puntos, como los dedos de una mano, que por lo demás simboliza la acción.

3.1. Primer punto: Santidad personal

El primer punto de los cinco que consideramos que debe aceptar una persona que es bendecida por Dios con un llamado a la vida matrimonial, es la santidad personal. No pocos olvidan el orden de las cosas y que, como se enseña desde tiempos inmemoriales, la caridad empieza por atender el Plan de Dios para uno mismo. Si este paso no se toma en cuenta es difícil, por no decir humanamente imposible, asumir el resto. Con la consciencia clara de los contenidos y objetivos, con la fe en la mente, es fundamental ir a la conciencia de sí mismo y a responder a la responsabilidad sobre sí mismo.
Nadie ni nada sustituye el trabajo personal. El fracaso horrible de tantos millones de matrimonios se debe en buena parte a que no se parte de la idea de que se trata de un hombre y una mujer que tienen que marchar hacia el encuentro, armonizarse en el amor y en la vida diaria, ir construyendo una dimensión de “nosotros” desde sus realidades individuales, que son irrenunciables. El esposo y la esposa, no se diluyen, sino que van al encuentro el uno del otro como personas, y por lo tanto el primer paso lógico y fundamental es vivir el dinamismo cristiano en uno mismo. Si no trabajas para integrar al Señor Jesús en tu propia vida, si no lo recibes en tu corazón e interiorizas los valores y enseñanzas que en Su persona se manifiestan, si no le abres a Él de par en par las puertas de tu corazón, entonces estarás viviendo una mentira existencial.
Soy un convencido de que si Dios en Jesús instituye el sacramento del matrimonio no es para pasar un “barniz” a una situación humana, a una célula social, por más básica que se la considere, sino para abrir un caudal vigoroso, apasionante y hermoso de realización de la persona, un caudal que permita que cada uno de los integrantes de esa aventura del amor conyugal pueda realizarse y ser feliz a la luz del divino Plan.
El encuentro en el amor, esa integración a la cual están invitados los esposos, debe ser un horizonte que los lleve a una exigencia personal cada vez más intensa, a un compromiso personal con Jesús cada vez mayor, a recorrer un proyecto existencial de cara a la eternidad.
El primer paso es entonces la conciencia de que cada uno como persona está llamado a la santidad. Primero como persona. Es necesario que primen la verdad y el realismo. Algunos enviudan, algunas enviudan. Y no son pocos los que se vuelven a casar. Esta realidad de la vida nos debe hablar muy claro de que las responsabilidades personales no deben ni pueden evadirse. Cada quien es ante todo responsable de sí mismo ante Dios.

3.2. Segundo punto: Los cónyuges

En segundo lugar está obviamente el hermoso y apasionante horizonte de integración como pareja. Es un esfuerzo conjunto, obviamente fundado en la búsqueda y respuesta al Señor Jesús de cada uno de los cónyuges.
El esfuerzo de vivir como esposos se presenta como un maravilloso y fructífero horizonte, que invita a un encuentro personal, a un proceso en donde se construya en el Señor Jesús el misterio hermoso del “nosotros” conyugal. El amor de la esposa al esposo, del esposo a la esposa, debe ser un amor que se nutre del amor de Jesús, que va al encuentro del otro en la dinámica de Jesús, de manera tal que cada quien vaya descubriendo esa luz interior del Señor que se percibe en el fondo de cada uno. Así, bajo esa luminosidad, se encontrarán con la propia identidad e irán realmente descubriendo la del cónyuge, pues el Señor Jesús muestra la identidad del ser humano.
El amor matrimonial es una de las más hermosas aventuras humanas, pero su éxito, considerada la amorosa gracia que Dios derrama, exige disciplina personal, ascética, renuncia a los propios egoísmos en favor del otro, un constante y renovado construir en el vital ideal del amor conyugal. Un proceso de cercenar, recortar, cortar las aristas, las espinas que todos llevamos dentro, de eliminar las inconsistencias que llevamos dentro, construyéndose como parejas en un hermoso proceso existencial. No hacerlo a diario, no hacerlo cotidianamente, no hacerlo con el entusiasmo y la frescura de los inicios, no hacerlo con una visión de auroral novedad cotidiana, es empezar a cavar la tumba del proyecto de vida personal y conyugal. La perseverancia y fidelidad en el matrimonio a pesar de ventiscas y problemas es una manifestación de haber tomado en serio el camino del matrimonio sacramental como vía a la plenitud de la existencia y a la santidad.

3.3. Tercer punto: Los hijos

Y sigue el tercer paso, el paso del amor formativo a los hijos, la construcción en el respeto a la dignidad de cada cual de esa familia que han recibido como don y como tarea. Cuando hay hijos, la pareja tiene que entender que ellos son plasmación de su amor, y que Dios les ha dado la responsabilidad de amarlos y educarlos como personas humanas libres, invitadas al encuentro pleno en la comunión de Dios. No entender que los hijos son ante todo de Dios es empezar mal. Son personas confiadas a la educación, al amor, a la ternura y al cuidado de los padres.
Un afán posesivo, la cosificación, sobre los hijos es tan grave como la desatención. ¡Ambas actitudes son un crimen contra esas criaturas! ¡Qué multitud, qué millones de crímenes se cometen sobre criaturas indefensas por las inconsistencias de padres irresponsables! Hay muchos que no entienden que, luego del objetivo del amor personal entre los dos esposos, junto a él está el amor abnegado de ambos a los hijos; la educación promotora, liberadora, reconciliadora a los hijos; y la renuncia efectiva, por lo tanto, a todo aquello que, en la vida personal de cada uno de los esposos y en el matrimonio, como esposos, impida el desarrollo firme y sano de esas criaturas confiadas a los dos. Entender esto es fundamental, pues los hijos venidos al mundo forman parte irrenunciable del proyecto familiar, de la familia. Todo esto forma también parte de entender el matrimonio como camino de santidad.
La fe ilumina todo este proceso de crecimiento y maduración familiar. Ante esa luz es necesario examinar las propias actitudes y las realidades familiares que con la ayuda de la brújula de la fe, del examen ante lo que profesamos creer, nos muestran si vamos recorriendo el camino correcto, si andamos en la línea de los pozos que culminan en oasis, o si nos hemos desviado de la ruta y nos dirigimos a la sofocación del desierto o hacia pozos donde la poca agua que queda se ha mezclado con la turbidez de la arena formando un barro aguanoso que sólo la enorme sed interior puede beber como sucedáneo de las límpidas aguas de los manantiales, pozos de agua y oasis que son participación del amor de Cristo.

3.4. Cuarto punto: El trabajo

El matrimonio cristiano es una consagración a la fidelidad. Desde ese marco se desarrolla la acción personalizadora que va forjando el ámbito humano mediante el trabajo. Al ingresar a esta dimensión fundamental de la existencia del ser humano, cada integrante del matrimonio debe hacerlo con el compromiso de que las aptitudes o realizaciones profesionales, el trabajo necesario para el sustento del hogar, no se conviertan jamás en obstáculo para los tres primeros pasos de estos cinco. En la cultura de hoy esto resulta un fuerte desafío. La presión de la ideología de la “productividad”, de la competencia laboral, del consumismo, incluso del desempleo o subempleo, son factores que inciden en distorsiones que no sólo afectan la vida de los esposos, sino el desenvolvimiento y sano crecimiento de los hijos. La postergación de la vida en familia que hoy se constata, de no atenderse oportuna y eficazmente, incidirá cada vez más negativamente sobre el matrimonio y la familia. Es por ello, entre otros asuntos, que hay que tener una recta visión teológica de la realización personal y del trabajo. En todo caso, al vivir la vocación al matrimonio como camino hacia la santidad se debe procurar dar la debida prioridad a la vida conyugal y familiar. El tema, como los otros, daría para hablar mucho.

3.5. Quinto punto: El apostolado

Es costumbre hablar de la Iglesia como algo externo a uno. Es una muy mala costumbre. Todos los bautizados somos miembros de la Iglesia, y tenemos en ella derechos y deberes, pero más aún estamos llamados a amarla y a sentir con ella, a amar y participar en la misión de la Iglesia. Desde el amor conyugal y familiar, desde una vida transformada en oración, en liturgia constante que busque dar siempre gloria a Dios, desde un hogar que quiere ser Cenáculo de Amor, metas de la “iglesia doméstica” como la llama el Vaticano II, la vida cristiana debe irradiar y debe hacerlo con intensidad. Los cristianos casados deben volcarse al apostolado hacia los demás, no como rutina, sino con el mismo entusiasmo que deben tener en conocerse y amarse unos a otros.
Se ha visto que hay un apostolado interno, que es con el cónyuge, con los hijos, todos en familia, y hay uno externo que es la irradiación personal de Jesús desde el propio corazón de la familia, como testimonio de que la vida cristiana es posible, que es un camino de transformación personal y de transformación del mundo, que es un sendero plenificador y vivificante. Desde el corazón de la familia se debe desplegar la vida cristiana en anuncio del Señor Jesús y en compartir su caridad con los más necesitados, así como en la evangelización de la cultura y la transformación del mundo.

4. Conclusión

Con la conciencia de todo esto, quisiera proponer una desmitificación de la magnitud de la empresa de la propia santidad, de la santidad conyugal y familiar. La iniciativa de la vocación al matrimonio es de Dios quien da la gracia. Con ella se debe colaborar y poner los medios, siguiendo un proceso que ayude a sobrellevar los desafíos y a alimentarse del amor, el entusiasmo, el cariño. Aunque son muy pocos los santos en los altares que fueron cónyuges en esta vida, tengo la certeza de que son miríadas de santas y santos que está participando de la Comunión de Amor. ¡Millones incontables!
El camino de la santidad matrimonial no es una carrera rápida, sino de perseverancia. No se trata de tomarlo todo junto, sino paso a paso, perseverantemente, dejándose ayudar por el Espíritu, e implorando la intercesión de la siempre Virgen María y del Santo Custodio.
Las familias son la primera línea de la Iglesia. Su tarea es enorme y apasionante. Son esas “iglesias domésticas”, cuya mera mención sobrecoge por su grandeza y su misión. Por eso es bueno que los matrimonios, para ser lo que deben ser, miren siempre a la Familia de Nazaret, recen a quienes la forman, se dejen impactar por su paz, belleza y armonía, y ante esa magna escuela de fe descubran la hermosísima misión de los hogares cristianos, que ardientes en amor, fe y esperanza están llamados a dar testimonio de lo que es vivir en la luz y el calor de la ternura de Dios a un mundo que se encuentra sumido en la oscuridad de la cultura de muerte y tirita de frío porque se viene escurriendo del abrigo de la Iglesia del Señor, Ecclesia sua.

Luis Fernando Figari
Primer Superior General del Sodalitium Christianae Vitae y
Fundador del Movimiento de Vida Cristiana
Intervención en el V Encuentro Mundial de las Familias
Valencia (España), 5 de julio de 2006

viernes, 6 de abril de 2012

La Cruz de Cristo

Jesús en la Cruz, retenido en el madero por punzantes clavos, nos recuerda que Él siempre está con nosotros. Nos recuerda que el incoado sacrificio de la Cruz se prolonga a través de la historia, que Jesús muere incruentamente en cada Misa que se viene celebrando en el mundo desde hace dos mil años; es una prolongación sacramental del Calvario.

Esa magnitud del sacrificio reconciliador, al tiempo de mostrarnos lo inmenso de nuestros pecados, nos enseña también una dinámica muy clara. Quien no se sumerge libremente en el dinamismo kenótico —es decir de abajamiento hasta la muerte— no tendrá parte en el dinamismo ascensional —es decir la fuerza de la resurrección que nos lleva a los nuevos cielos y a la tierra nueva—. ¡No hay cristianismo sin cruz! Y no sólo me refiero a los esfuerzos y trabajos de servicio a los hermanos, que en alguna ocasión pueden ser cruces, u otras circunstancias de mortificación, sino principalmente a la muerte del hombre viejo, tarea fundamenal del hijo de la Iglesia que quiere alcanzar la vida plena en Jesús. (…)

La Cruz con el Crucificado nos recuerda la magnitud de su amor y el horizonte de nuestra respuesta. La Cruz sola nos recuerda el camino. San Agustín decía con bello simbolismo que en un mar tempestuoso, como muchas veces es nuestra propia vida, sólo aferrándonos al madero podremos salvarnos, solo aferrándonos con todas nuestras fuerzas a la Cruz, podremos alcanzar la plenitud y realización definitiva. Hay que interiorizar el dinamismo cruciforme de la existencia, y hay que aprender a llevar la cruz en el corazón, no como una imposición o un signo de tortura, sino como señal de reconciliación.

Luis Fernando Figari

jueves, 15 de marzo de 2012

La Humildad

«La humildad es sobre todo verdad,
vivir en la verdad, aprender la verdad,
aprender que mi pequeñez 
es precisamente mi grandeza, 
porque así soy importante 
para el gran entramado 
de la historia de Dios con la humanidad.
Precisamente reconociendo 
que soy un pensamiento de Dios, 
de la construcción de su mundo, 
y soy insustituible,
precisamente así, en mi pequeñez, 
y sólo de este modo, soy grande».



ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
CON EL CLERO DE ROMA POR EL INICIO DE LA CUARESMA
Aula Pablo VI
Jueves 23 de febrero de 2012

viernes, 9 de marzo de 2012

El Silencio y la Oración

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de marzo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.
En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).
La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.
La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.
La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt - «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.
Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.
Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).
Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.
A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación... He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia católica, 2606).
Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

jueves, 1 de marzo de 2012

Mensaje de Cuaresma 2012 - Resumen


MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2012
«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras»
(Hb 10, 24)

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad.
Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.


1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
  • El primer elemento es la invitación a «fijarse»: que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad.
  • Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1)
  • También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien.
  • La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás.
  • ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano?
  • Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre.
  • En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía. Ser capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás.
  • El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos.
  • Lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano.



2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
  • Cómo una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así.
  • Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo.



3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
  • Exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
  • Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18).
  • San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).


(Resumen no oficial)


Vaticano, 3 de noviembre de 2011


BENEDICTUS PP. XVI

jueves, 23 de febrero de 2012

Antropología

El Hecho Humano


Rezar en Familia


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 28 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño, lleno de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar este misterio, cuyo eco se expande en la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de cada época pueden revivir en la fe y en la oración. Precisamente a través de la oración nos hacemos capaces de acercarnos a Dios con intimidad y profundidad. Por ello, teniendo presente el tema de la oración que estoy desarrollando durante las catequesis en este período, hoy quiero invitaros a reflexionar sobre cómo la oración forma parte de la vida de la Sagrada Familia de Nazaret. La casa de Nazaret, en efecto, es una escuela de oración, donde se aprende a escuchar, a meditar, a penetrar el significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, siguiendo el ejemplo de María, José y Jesús.

Sigue siendo memorable el discurso del siervo de Dios Pablo VI durante su visita a Nazaret. El Papa dijo que en la escuela de la Sagrada Familia nosotros comprendemos por qué debemos «tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo». Y agrega: «En primer lugar nos enseña el silencio. Oh! Si renaciese en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud a prestar oídos a las secretas inspiraciones de Dios y a las palabras de los verdaderos maestros» (Discurso en Nazaret, 5 de enero de 1964).

De la Sagrada Familia, según los relatos evangélicos de la infancia de Jesús, podemos sacar algunas reflexiones sobre la oración, sobre la relación con Dios. Podemos partir del episodio de la presentación de Jesús en el templo. San Lucas narra que María y José, «cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (2, 22). Como toda familia judía observante de la ley, los padres de Jesús van al templo para consagrar a Dios a su primogénito y para ofrecer el sacrificio. Movidos por la fidelidad a las prescripciones, parten de Belén y van a Jerusalén con Jesús que tiene apenas cuarenta días; en lugar de un cordero de un año presentan la ofrenda de las familias sencillas, es decir, dos palomas. La peregrinación de la Sagrada Familia es la peregrinación de la fe, de la ofrenda de los dones, símbolo de la oración, y del encuentro con el Señor, que María y José ya ven en su hijo Jesús.

La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece a título especial, porque se formó en su seno, tomando de ella también la semejanza humana. Nadie se dedicó con tanta asiduidad a la contemplación de Jesús como María. La mirada de su corazón se concentra en él ya desde el momento de la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos advierte poco a poco su presencia, hasta el día del nacimiento, cuando sus ojos pueden mirar con ternura maternal el rostro del hijo, mientras lo envuelve en pañales y lo acuesta en el pesebre. Los recuerdos de Jesús, grabados en su mente y en su corazón, marcaron cada instante de la existencia de María. Ella vive con los ojos en Cristo y conserva cada una de sus palabras. San Lucas dice: «Por su parte [María] conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), y así describe la actitud de María ante el misterio de la Encarnación, actitud que se prolongará en toda su existencia: conservar en su corazón las cosas meditándolas. Lucas es el evangelista que nos permite conocer el corazón de María, su fe (cf. 1, 45), su esperanza y obediencia (cf. 1, 38), sobre todo su interioridad y oración (cf. 1, 46-56), su adhesión libre a Cristo (cf. 1, 55). Y todo esto procede del don del Espíritu Santo que desciende sobre ella (cf. 1, 35), como descenderá sobre los Apóstoles según la promesa de Cristo (cf. Hch 1, 8). Esta imagen de María que nos ofrece san Lucas presenta a la Virgen como modelo de todo creyente que conserva y confronta las palabras y las acciones de Jesús, una confrontación que es siempre un progresar en el conocimiento de Jesús. Siguiendo al beato Papa Juan Pablo II (cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae) podemos decir que la oración del Rosario tiene su modelo precisamente en María, porque consiste en contemplar los misterios de Cristo en unión espiritual con la Madre del Señor. La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es, por decirlo así, contagiosa. San José fue el primero en experimentarlo. Su amor humilde y sincero a su prometida esposa y la decisión de unir su vida a la de María lo atrajo e introdujo también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19), en una intimidad singular con Dios. En efecto, con María y luego, sobre todo, con Jesús, él comienza un nuevo modo de relacionarse con Dios, de acogerlo en su propia vida, de entrar en su proyecto de salvación, cumpliendo su voluntad. Después de seguir con confianza la indicación del ángel —«no temas acoger a María, tu mujer» (Mt 1, 20)— él tomó consigo a María y compartió su vida con ella; verdaderamente se entregó totalmente a María y a Jesús, y esto lo llevó hacia la perfección de la respuesta a la vocación recibida. El Evangelio, como sabemos, no conservó palabra alguna de José: su presencia es silenciosa, pero fiel, constante, activa. Podemos imaginar que también él, como su esposa y en íntima sintonía con ella, vivió los años de la infancia y de la adolescencia de Jesús gustando, por decirlo así, su presencia en su familia. José cumplió plenamente su papel paterno, en todo sentido. Seguramente educó a Jesús en la oración, juntamente con María. Él, en particular, lo habrá llevado consigo a la sinagoga, a los ritos del sábado, como también a Jerusalén, para las grandes fiestas del pueblo de Israel. José, según la tradición judía, habrá dirigido la oración doméstica tanto en la cotidianidad —por la mañana, por la tarde, en las comidas—, como en las principales celebraciones religiosas. Así, en el ritmo de las jornadas transcurridas en Nazaret, entre la casa sencilla y el taller de José, Jesús aprendió a alternar oración y trabajo, y a ofrecer a Dios también la fatiga para ganar el pan necesario para la familia.

Por último, otro episodio en el que la Sagrada Familia de Nazaret se halla recogida y unida en un momento de oración. Jesús, como hemos escuchado, a los doce años va con los suyos al templo de Jerusalén. Este episodio se sitúa en el contexto de la peregrinación, como lo pone de relieve san Lucas: «Sus padre solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre» (2, 41-42). La peregrinación es una expresión religiosa que se nutre de oración y, al mismo tiempo, la alimenta. Aquí se trata de la peregrinación pascual, y el evangelista nos hace notar que la familia de Jesús la vive cada año, para participar en los ritos en la ciudad santa. La familia judía, como la cristiana, ora en la intimidad doméstica, pero reza también junto a la comunidad, reconociéndose parte del pueblo de Dios en camino, y la peregrinación expresa precisamente este estar en camino del pueblo de Dios. La Pascua es el centro y la cumbre de todo esto, y abarca la dimensión familiar y la del culto litúrgico y público.

En el episodio de Jesús a los doce años se registran también sus primeras palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? (2, 49). Después de tres días de búsqueda, sus padres lo encontraron en el templo sentado entre los doctores en el templo mientras los escuchaba y los interrogaba (cf. 2, 46). A su pregunta sobre por qué había hecho esto a su padre y a su madre, él responde que hizo sólo cuánto debe hacer como Hijo, es decir, estar junto al Padre. De este modo él indica quién es su verdadero Padre, cuál es su verdadera casa, que él no había hecho nada extraño, que no había desobedecido. Permaneció donde debe estar el Hijo, es decir, junto a su Padre, y destacó quién es su Padre. La palabra «Padre» domina el acento de esta respuesta y aparece todo el misterio cristológico. Esta palabra abre, por lo tanto, el misterio, es la llave para el misterio de Cristo, que es el Hijo, y abre también la llave para nuestro misterio de cristianos, que somos hijos en el Hijo. Al mismo tiempo, Jesús nos enseña cómo ser hijos, precisamente estando con el Padre en la oración. El misterio cristológico, el misterio de la existencia cristiana está íntimamente unido, fundado en la oración. Jesús enseñará un día a sus discípulos a rezar, diciéndoles: cuando oréis decid «Padre». Y, naturalmente, no lo digáis sólo de palabra, decidlo con vuestra vida, aprended cada vez más a decir «Padre» con vuestra vida; y así seréis verdaderos hijos en el Hijo, verdaderos cristianos.

Aquí, cuando Jesús está todavía plenamente insertado en la vida la Familia de Nazaret, es importante notar la resonancia que puede haber tenido en el corazón de María y de José escuchar de labios de Jesús la palabra «Padre», y revelar, poner de relieve quién es el Padre, y escuchar de sus labios esta palabra con la consciencia del Hijo Unigénito, que precisamente por esto quiso permanecer durante tres días en el templo, que es la «casa del Padre». Desde entonces, podemos imaginar, la vida en la Sagrada Familia se vio aún más colmada de un clima de oración, porque del corazón de Jesús todavía niño —y luego adolescente y joven— no cesará ya de difundirse y de reflejarse en el corazón de María y de José este sentido profundo de la relación con Dios Padre. Este episodio nos muestra la verdadera situación, el clima de estar con el Padre. De este modo, la Familia de Nazaret es el primer modelo de la Iglesia donde, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación, todos viven la relación filial con Dios Padre, que transforma también las relaciones interpersonales, humanas.

Queridos amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia doméstica, llamada a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y debe ser la primera escuela de oración. En la familia, los niños, desde la más temprana edad, pueden aprender a percibir el sentido de Dios, gracias a la enseñanza y el ejemplo de sus padres: vivir en un clima marcado por la presencia de Dios. Una educación auténticamente cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no se aprende a rezar en la familia, luego será difícil colmar ese vacío. Y, por lo tanto, quiero dirigiros la invitación a redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y una sola alma, una verdadera familia. Gracias.

domingo, 19 de febrero de 2012

Cuaresma 2012


MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2012
«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras»
(Hb 10, 24)

Queridos hermanos y hermanas

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.

1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.

El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.

2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.

Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.

Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 3 de noviembre de 2011

BENEDICTUS PP. XVI